Cuando faltan cronopios

Crónicas de ciertos amigos que llegué a conocer


jueves
  Investigación 3-28-5-5 .
Antes de seguir con la novela, el autor se ha tomado unos días de descanso y distracción. Algo le dice que se está metiendo en un problema narrativo. Ya no entiende muy bien cuál es el curso de su novela, pero entiende que ya no hay vuelta atrás. Los personajes, todavía no muy consolidados, comienzan a exponer sus más profundos temores, y la novela negra que había comenzado es ya una novela psicológica donde el detective es sólo un espectador, un sentido espectador.

El autor se desespera, se escandaliza, pero no puede contener una novela que se está volviendo francamente pornográfica. A Javier, nuestro cantinero y tercer testigo, habría que decírselo clarito para que lo repitiera a los comensales: esta novela no es ni será pornográfica. Lo que pasa es que ella me lo había contado con todo detalle. La Señorita Terteinkan, Elsa, como me pedía que le llamara, me lo había contado detenidamente, con tanto detalle que mi celo profesional de detective tuvo que acallar mis despiadados celos de hombre, de enternecido enamorado. Le parecía importante que lo supiera, le parecía fundamental para la investigación, aunque yo lo encontraba más bien morboso, salpicado quizá de diván, de terapia, de complicidad. Ella, aplastando los pechos contra la pared, con la boca de lado, asomándose apenas para verle los ojos, ella sintió cómo con un pie la abría, le subía la rodilla por los muslos, le retenía las muñecas con una mano, una mano inmensa, gigante, de la que no podría salvarse nunca. Con una mano el caballero inglés le atenazaba los brazos, se los ponía entre su cuerpo y la pared, con esa mano le jugaba el sexo, con las yemas de los dedos le acariciaba, por encima de la falda y del calzón, el sexo. Con esa mano le jalaba la cadera, le obligaba a sentir, a levantar las nalgas y sentirlo. Elsa tenía en su cuello y en los hombros, otra mano invasora que le apretaba el lóbulo de la oreja, que la empujaba contra la pared, que le obligaba a sentir la escalofriante temperatura del mosaico veneciano. Fue entonces cuando Elsa supo que el caballero inglés no se iba contentar con morderle el cuello y tenerla de puntitas contra la pared. Lo podía sentir entre sus nalgas, y cuando supo que la mano del cuello se estiraba para alcanzar el pantalón y liberar el incontenible deseo inglés, cuando sintió que le arrancaba las bragas, Elsa le dijo suavecito, como queriendo no ofenderlo: “No me hagas el amor por el culo, no tú. Hazlo escurriéndote sobre mí, aprisionando con tu deseo mis espasmos, pero no me penetres, déjame sólo mudarme de piel contra vos.” El no hizo caso. No estaba más ahí, había partido dejando a su cuerpo y a su deseo, a su incontenible deseo. No le hizo caso y la penetró con una verga inmensa. Así mo lo contó Elsa, la muy cabrona. Yo escuchaba viendo por la ventana y mordiendo la pipa, más que fumándola. El inglés la penetró fuerte. Primero la vagina y, luego, sin mediar un gesto de advertencia, una caricia que facilitara la penetración, le abrió el culo, taladrándose sin piedad, sin preocupación, sin saber muy bien lo que hacía. Elsa soltó sus primeras lágrimas de dolor. Elsa contuvo sus gemidos. Elsa terminó llorando, bañada en lágrimas de placer. Después, sintió en un culo húmedo las últimas embestidas de Mr. Atkinson. Dos, tres suaves empujones, uno más, empujones entrecortados con súbitos temblores. Elsa se sintió acompañada cuando sintió relajado el cuerpo del hombre que la había sodomizado, sintió ternura en ese suspiro, en ese vaho que invadió su oído, sintió que un infante, casi un bebé, colocaba la cabeza en su nuca, sintió en su hombro un rostro que descansaba, un rostro sin caretas, sin falsas sonrisas, sin la ironía inglés de los negocios, sin esa altivez. Se sintió acompañada por un frágil señor inglés, un señor sin máscaras. Él la dejó caer suavemente, colocándola como gato persa en el descanso del sillón. Se guardo en el pantalón una verga mucho más pequeña, mucho más blanda de la que a Elsa todavía sentía dentro. Mr. Atkinson regresó a la reunión de negocios que tenía con el señor Terteinkan en el cuarto contiguo. Elsa Terteinkan no dijo más. Se quedó un rato más jugando con mi encendedor, se vistió, guardo mi encendedor en su bolso y cerró la puerta sin hacer ruido, mientras el escritor se quedó pensando, fumando su pipa, sin saber muy bien qué es lo que sentía ese pequeño y sentimental investigador privado. 
martes
  Sensaciones .

Una profunda sensación, aquella extraña manera en que se siente un recóndito placer. Una aventura de recuerdos es esta sucesión de imágenes, de sentimientos, este vértigo, este estarse encerrado, jugando escondido al deleite, negándose al mundo.

Ahora que lo pienso, no puedo más que recordarme estupefacto ante el espectáculo de los otros. Fascinado por el horizonte de acción de la gente, de mi gente, de mi padre. Lo veía desplegar sus plumas, mostrándose con la intensidad de un inapelable seductor; hablando, escurriendo labia en torno de una pequeña mesa de centro, llevando a la concurrencia al desnudo, a una experiencia de sinceridad sin tapujos: se pavoneaba. Observé a mi tío el menor volver locos de risa a narcotraficantes, policías y militares por igual; narraba cuentos absurdos parándose en las mesas, ridiculizaba la lucha encarnizada que entablaban todos esos malos sujetos consigo mimos, peleando por aparentar ser machos, en una competencia por ser el más hombrecito; jugaba a sensibilidades diversas, y también se pavoneaba. Estuve en la escuela de mi madre, paseándome por los pasillos, viendo a multitudes de jóvenes jugando al amor, al contacto íntimo, a la sorpresa de verse, también ellos, pavoneándose.

Tengo escalofríos. El cielo encapotado anuncia tormenta y yo, en este café, vestido sólo con una camiseta. Regreso a mis audífonos, a mi forma de estar ausente. Escuchando la distracción, paseo a la conciencia de un lado a otro. Observo, siempre observo. Me entrego a esta extraña sensación, a esta extraña y profunda sensación de soledad. 
lunes
  Esto no ha terminado... .
Las cosas no van bien acá en casa. Habíamos salido a beber una cervezas a la cantina de la esquina y de buenas a primeras, no sé muy bien cómo, su pierna ya estaba encima de la mía. Al tiempo que hablábamos de las famosas e históricas huelgas que, por diversos motivos, han encabezado las mujeres al negarse al sexo, su rodilla era un juego de lego con sus múltiples y constructivas posibilidades. En un descuido, y mientras visitaba el baño del congal, la jalé para encerrarla entre mis brazos y una pared bastante roída. No sé muy bien si fue detrás de la silla en la que se sentaba o fue en ese fugaz encierro que pude hurgar en su espalda hasta descubrir la breve prenda, fijación perversa de extraños cuarentones. De un momento a otro, esa mujer, diminuta en tamaño y edad, pero una mujer al fin y al cabo, se colgaba de mí en un taxi, para ser espectáculo de una íntima reunión y tenernos abobados con un espectacular baile. Era la primera vez que la veía, que de verdad la veía y ya estaba ella entre dos hombres sintiendo el rigor de la ansiedad y el gozo de ser, una vez más, el centro de los acontecimientos. No pude más que decir basta y someterla al castigo de mis besos… pero la huelga seguía. 
sábado
  Alguien escribió No soporto los blogs que se mueren así poco a poco, silenciosamente. No soporto a los que se mueren sin pelear y lo hacen frente a testigos. No soporto cuando me quieren vender síntesis y creen que así logran enmascarar el desinterés. El hombre (o la mujer) que pierde frente a su propia palabra, frente a la escasez de palabras y de ideas, no necesita hacerlo frente a testigos.

Cuando hay testigos, como siempre hay cuando se trata de un blog, creo que existe la obligación de presentar batalla aunque se tenga la certeza de perderla. La literatura es así, pero el que se abandona es un texto que, salvo rarísimas excepciones, no se publica. Acá, en la blogósfera, vamos por el día a día, construyendo pequeñas historias entre todos y los lectores somos tan dueños de los sitios que visitamos como sus escritores. La muerte de aquel que muere sin pelear, es mi muerte como lector y por qué mierda, me pregunto, se me obliga a mí a morir así, de esa triste manera. 


























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