A la suma de emociones, sólo puedo decirle, decirnos :

A veces entro a un antiguo cuarto lleno de plantas secas, arbustos marchitados, flores muertas, cielo gris y tormentoso. A veces las noches son simplemente largas y no hay más que hacer que guarecerse en algún rincón.

Tantas veces he caminado la calle, tantas veces me ha llovido, tantas veces me he agarrado solo de un teléfono, de unos mensajes, de unas cartas, de cualquier paraguas. Hay veces que uno deja de caminar y se guarda y… eso, hay veces que me encuentro en cuartos o en parques donde, cuando hay buen clima, crecen margaritas y geranios.

Pero hay días como hoy, temporadas terregosas, angustiosos meses de piedra y horas en que las arrugas de mi rostro acumulan polvo y vanas esperanzas. Son horribles estos días. Son abismos de roca y planicies secas. Son vacas flacas de sed a la horilla del camino: alimento de zopilotes. En estas fechas no hay mucho qué caminar, no hay mucho que pueda pensarse, nada que pueda crecerse, aunque a lo lejos se alcanzan a ver las avenidas donde pasan a toda velocidad automóviles que refrescan a sus pasajeros con el gélido aire acondicionado.

Son estos días los que me llevan a recordar la vida cuando vivía en frescos parques públicos, en los que pasaba noches enteras jugando a no bajarme de la banca que habíamos escogido para nuestras cenas, para nuestras charlas, para nuestro último encuentro. Era ahí donde se construía nuestro cuarto privado, donde cada mañana, acompañado de mariposas violetas y blancas que revoloteaban constantemente entre los árboles, nos leíamos cuentos, regábamos con amor nuestras plantas, hojas secas en otoño, tristes distancias en invierno.

Ahí, en la soledad de mi distancia y en el encuentro de mis gozos, escuché por primera vez la leyenda. Creí que era un engaño, que esas cosas no pasaban. Me contaron cómo, de a poco, ese jardín inmenso empezó a encogerse. Me explicaron el modo en que las margaritas y los geranios comenzaron a mostrar aburrimiento. Fue así, seguían contando los más sabios, que el sol comenzó a enfurecer y sus rayos cayeron sin piedad sobre absolutamente todo lo que, con tanto amor, allí creció. Alguien tuvo que estar ahí para atestiguarlo. Alguien, poco a poco, vio marchitarse las tardes, el hacerse insoportable de las noches. Quizá alguien alcanzó a ver cómo los perros se ausentaron y cómo, por más que los mosquitos advertían del peligro, se invadió el espacio de extraños seres con flores de cristal, coloreadas de desprecio. Alguien tuvo que estar ahí y ese alguien empequeñeció de vergüenza y lástima. O quizá no. Quizá, después meses terribles, de una distancia zopilote, de una sed de vaca, alguien entró un buen día al parque, a ese jardín con bancas cómodas y, con ojos llenos de lágrimas; alguien atestiguó boquiabierto tanta tristeza; alguien que, desolado, indignado, furioso, salió corriendo.

No creí en la leyenda y me entregué gozoso al reconocimiento. ¡Qué egoísta!, dijo la leyenda, dijo el médico, dijo el consejero espiritual, dijeron los periódicos y las bandas de rock. Aprendí a verme a mí mismo justo cuando ya no había nadie, justo cuando el cielo era un largo, inmenso páramo de soledades. Eso era la leyenda y yo, sin percatarme, sin sentirlo siquiera, me había convertido en mi propia leyenda, en vacío, en una nueva y perversa persecución del destino.

Seguiré caminando, ¿qué más me queda? Quizá así, caminando, regrese una vez más al parque, quizá encuentre de nuevo noches tranquilas en las que no haya que agarrarse más que de uno mismo, quizá llegue a lugares en donde pueda estarme acompañado de vos y podamos otra vez desconocernos y reconocernos en ese sabroso juego que es querernos. Quizá entonces no haya enojo, no haya más estos inquietantes y ruidosos silencios. Sin tristeza ni abandono, sin abismos. Sólo flores de las que seremos testigos, sólo cuartos mágicos, parques, escapes y… nuevos caminos por recorrer.  ¶ jueves, marzo 19, 2009