Saber volar
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Tristeza. Dicen que el año empezó irremediablemente triste. La embestida de año nuevo fue contundente.
Tristeza. Una especie de nostalgia y de deseo contenido. Es una nostalgia que agobia pues es una nostalgia de mí mismo. Es una nostalgia que nace de saberse ausente, irremediablemente ausente. Ahí está la tristeza, mi tristeza.
¿Cómo le hace uno para estarse sin que el cuestionamiento no agobie? ¿Cómo le hace uno para no ser devorado por la computadora, la televisión, los juegos electrónicos, la masturbación, la glotonería y demás mecanismos para sortear, y siempre profundizar, la depresión? Un día un amigo escribió: “Es oficial, hoy me declaro deprimido”. Pero el problema es que vengo de una familia de incrédulos, una familia que asume que no hay tal cosa como la depresión, de modo que hoy declaro oficialmente: no hay depresión, la depresión ha muerto y es necesario lidiar con la vida sin ese escape, sin la confianza en su existencia. La familia, no siempre muy inteligente, se regocija de contento. Voy a la farmacia, regreso otra vez a esas farmacias en que todo es caos y sólo se compran cocacolas como medicina mágica y compro lo de siempre. Mis piernas, después de tanto baile, me tiemblan y no dejan que me quedé, como es mi gusto, parado en mitad de la calle. Tengo que sentarme. Un mezcal quizá me aliviane. Y luego una nostalgia me invade. ¿Cuántas veces he estado aquí, en este café, siendo el que soy, sin caretas ni disfraces?
En la ciudad, la noche me sorprende en la calle. Y hay esquinas en que soy y me reconozco. Rincones urbanos en que, bajo el quicio de una puerta, me encuentro con mis placeres. Cafés donde se realiza el arduo reconocimiento de la belleza. La ciudad es mía, en la ciudad me empapo, en la ciudad me despierto, en la ciudad sigo soñando siempre.
Tristeza es no tenerte. Tristeza es estar lejos de vos, mi querida ciudad encantada. Tristeza es estar ausente, sin reconocerme, sin saber qué es lo que quiero, lo qué estoy dispuesto a ceder, en lo que definitivamente soy intransigente. “Si no sabés volar pierdes el tiempo conmigo”, decía el poeta. Yo, sin que nadie me confronte, aviso: sé volarme, perderme, encontrarme y tomar de nueva cuenta el vuelo. Eso soy y ahí me reconozco.