Y luego darse cuenta de que es uno mismo el que narra la historia
, que no hay un afuera, que uno se está inventando todo y que no hay modo de que aquello que de afuera no llegó, regrese a su sitio de origen, sobre todo porque no hay tal sitio de origen, que todo está en su mente, en esa cabeza retorcida que lo empuja a inventar mundos alternativos, como un buen esquizofrénico, pues.
Llegó así a la conclusión que se temía. No hay más, no habrá más fugas al hotel, ni helados compartidos, salidas al teatro, obras musicales interpretadas a media tarde en plana avenida Jalisco (ahora llamada Álvaro Obregón), ni furtivas visitas a la entrepierna. Nada habrá entre los dos más que ese suspiro compartido entre bocas, en ese instante bien planeado por ella, minuciosamente calculado por ella. Convertida en una certera cazadora, se meterá en mi mente para esperar el momento adecuado.
Ella lo había visto, lo había estudiado concienzudamente con una paciencia de santa y con intenciones no tan devotas. Lo había visto pasar con esa proverbial constancia que le caracterizaba, lo observaba en sus ratos libres copados de negocios, retacados de obligaciones y, sin embargo, lo descubrió inquieto entre cita y cita. Cada día le era más difícil sobrellevar su habitual mesura. Ella lo vio ponerse nervioso, por ejemplo, una mañana en que él había soñado una vez más con su prima la bióloga convertida, por arte de magia, en socióloga. Ella lo estudió en esa necedad tan desagradable del triunfador, en esa voluntad inquebrantable del ganador. Lo vio hacerse, obligarse a ser mejor cada día, imponerse esa disciplina diaria, creerse el estúpido juego del reconocimiento, lo reconoció en esa incansable espera por la recompensa a su esfuerzo diario. Lo supo todas las noches compartiendo la ansiedad del día siguiente, lo supo a cada instante de placer furtivo, probó esas noches el sabor de su desesperación; lo intuía esas noches pues le invadía ese sabor amargo y dulzón. Lo supo en esa intimidad, en esa solitaria intimidad.
Lo supo, lo observó, lo intuyó todas las noches y todos los días. Conocía a profundidad su presa. Sin embargo, había también aprendido a enternecerse con sus dudas, con la incapacidad de proveerse de respuestas claras; había aprendido a odiar esos momentos en que se ensimismaba, como si hubiera cometido una falta, como un error que le obligaba a abstraerse del mundo viendo quizá una pecera rota en el suelo, quizá su corazón marchito, había aprendido a odiar esos interminables silencios; había aprendido además a tolerar sus sorpresivas peroratas, su hablar durante incansables minutos hasta sumar los sesenta de la hora y, de pronto, callar definitivamente, exhausto, dispuesto sólo al amor, un amor siempre violento.
Ella había aprendido todo esto sin haberlo conocido , sin haber estado con él a la mañana siguiente , sin haberlo visto comerse las uñas, hacerse el hoyo en la barba de tanto nervio, sin conocerle el lunar de la axila; era sólo su instinto sistemáticamente refinado de cazador.