Cuando llegaron los españoles a Tenochtitlán, la capital del imperio azteca, decidieron sustituir al poder indígena e imponer a su dios único por encima de la diversidad de dioses autóctonos. Construyeron la Catedral del reino encima de lo que hoy llamamos el Templo Mayor y establecieron la prohibición de que los indígenas vivieran en la traza urbana y los recluyeron a los pueblos de la periferia. Ocupando el mismo espacio y entronando sus símbolos, convirtieron el imperio azteca en la Nueva España. Para recordarse que eran súbditos del rey de España, el pendón real se paseaba por la ciudad cada 13 de agosto, el día de San Hipólito. La calle fue entonces testigo callado de una expropiación. Desde entonces, la ciudad es el símbolo del poder, espacio de la negociación y del conflicto, y desde entonces la calles es testigo silente de este conflicto.