Investigación 9-23-14
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Pasado el tiempo comencé a entender su enojo. Ella me había buscado en el despacho y me encontró justo cuando venía saliendo. Estaba decidido a seguir una más de las pistas que me venían a la cabeza, como signos metafísicos que encaminaban mis rutas. Ella me encontró a la puerta del edificio. La llevé al bar cercano para que se calmara, pues estaba exaltada de tanto correr de sí misma y de inventarse a cada instante. Pero sobre todo, estaba enojada: segura de que si yo era un personaje de novela, y si era el detective que ella había contratado, yo debiera saber por qué hacía esas cosas, por qué ese caballero había dejado ese letrero advirtiéndole: “No estoy solo”.
Así había sido aquél día no muy lejano en que, como en una obra de Shakespeare actualizada, nos habíamos encontrado en medio del bosque en una escena de monólogo. No habría tragedia al parecer, y sin embargo el güisqui no terminaba de tranquilizarla. Elsa Terteinkan me miraba con un profundo enojo. Estaba enojada conmigo y con ese maldito caballero inglés. En ese momento, ambos se encarnaban en mí, bajo mi verde gorra de beisbolista, en esa cara bobalicona que me es tan común, en esa inocencia de caminero gringo recorriendo las largas carreteras de la perdición. Y yo, una vez más, sólo viendo. Tenía que asumir esa postura para no iniciar una escena de desencuentro. Me daba algo de vergüenza con Javier, el joven que atendía la barra del bar; me daba algo de vergüenza conmigo mismo.
Mientras ella me explicaba su extraña relación con ese caballero inglés, mi mente divagó entre los diferentes detalles de las escenas precedentes para sólo detenerse en el elegante sombrero de fieltro que ese caballero tomó antes de irse de la mansión Terteinkan. Me pareció de pronto que era una clave fundamental.
Elsa, más que tranquilizarse, se emborrachó. La levanté con cuidado mientras me mentaba la madre, incansable. La subí a un taxi, indicándole al conductor el rumbo y dirección de su casa. No fui con ella porque tenía que poner en claro mi vida y el curso de esta investigación en la que, sin saberlo, me había sumergido hasta el cogote. Ahora una sensación pantanosa me contenía el corazón. Comenzaba a ahogarme.
Todo esto lo recuerdo y lo intento organizar algunos días después de ese encuentro. Estoy de nueva cuenta en el bar y puedo pensar muy poco. El sombrero del caballero inglés y los labios de Elsa me tienen absorto.