Investigación 1-23
Estuve vagando sin rumbo durante unas horas. Las claves que ese voceador me había entregado no estaban claras. No había más que detenerse a pensar lo que había ocurrido en las últimas horas. Martín Martínez me había citado en ese pequeña y oscura cantina. Me había hablado en clave durante un par de minutos hasta que le expuse mi profunda ignorancia en los mensajes cifrados que enseñaban en el ejército. Rectificó acariciándose la cabeza con su corte casquete-corto y me espetó: la tuviste en tus brazos, la miraste horas enteras, ¿y apenas ahora buscas respuestas? ¿Acaso serás de la colonia Del Valle?
Guardé silencio ante la evidencia de que yo no era CAS y pensando, muy políticamente correcto, que la distracción no puede ser exclusiva de los habitantes de esa despreciable latitud urbana. La cantina jugaba distraída a empedar a la concurrencia y mi cabeza se esforzaba por recordar aquellas respuestas que, dicen, había tenido en mis brazos. Más allá del pan de caja y la leche que me habían regalado para poder terminar el mes, nada más recordaba haber sostenido entre mis brazos. De miradas, bueno, de miradas sí recordaba horas de estúpidas fijaciones. Esa sonrisa y, sobre todo esas lindas chapitas que hacía adorable cualquier bebida. ¿Pero había sido en una cantina? Mis recuerdos eran escasos y confusos y de pronto era yo un personaje de La obediencia nocturna. El misterio se tenía que resolver a través de mí, pero ese mí era apenas un envase, un cúmulo de sorpresas y un refrigerador con un pan de caja y uno galón de leche de tapa roja, conseguido en Chihuahua, delicioso. Yo tendría que resolver algo y no tenía más que unas chapas coloridas que daban inicio y terminación al adorable dibujo de una sonrisa.
En la rocola sonaba una canción de Sabina, un olvido imposible era narrado entre el aserrín y el olor a cerveza putrefacta. Un olvido imposible enmarcando este esfuerzo por la memoria que me tenía abismado. Si el cinismo es el lenguaje del poder, en esta cantina, la ironía era el estado del ser.