De pronto una historia se entromete en mi cabeza: érase una vez un rey triste, triste, triste. Este rey tenía una corona muy pesada que no podía quitarse. A diario lo invadía el miedo. Temía que nadie reconociera en él, en él que era pequeño por naturaleza y diminuto de estatura, a un rey, al rey en que se había convertido. Con la corona a cuestas, el rey sufría el insoportable peso de su investidura. Le pesaban por igual la corona y la responsabilidad de cargarla. Era un rey que vivía triste, muy triste.