De la salud y la desesperanza
El ímpetu con el que estaba terminando el año se ha desprendido de mi piel con esa extraña manía que tengo de bañarme tallando con fuerza mi piel. Claro que echarle la culpa a la higiene por la pérdida del ímpetu parece un reclamo de algún artista de vanguardia, modernista o romántico entrando al siglo XX. En todo caso yo bien sé que mi ánimo, el ímpetu desbordado, se fue escurriendo irremediablemente por mi cuerpo, que lo sentí todavía en el momento en que se desprendió de mi pie derecho, que lo vi todavía dar vuelta en torno su destino. No me dio tiempo, sin embargo, de despedirme de él: estaba todavía sorprendido. Yéndose por la coladera de la regadera, mi voluntad se perdió de mí, dejándome como en cueros. Quizá fue simplemente que el agua de mi regadera pega muy duro.
Las noches en este nuevo estadío no son desagradables, sin por el contrario las mañanas las que me revuelven la conciencia. Una especie de culpa me inunda la piel y me corroe los huesos. Salto de la cama entonces para hacer unas lagartijas, pero mis brazos no hacen más que temblar bajo el peso de mi cuerpo: no me le vanto ni una sola vez. Me desplomo contra la polvorienta alfombra y quedo ahí, respirando tierra y maldiciéndome una y otra vez.
De esta especia de patetismo, los maestros de su puesta en escena son los gringos. Pienso en Toole, en Craver y especialmente en Fante. Y esta extraña habilidad quizá se deba a esa incontenible presión que la dicotomía éxito-fracaso obliga. Esa dicotomía que establece el orden social estadounidense, esa organización de clases opuestas pero nunca confrontadas pues es mucha la culpa, el abandono, la desesperación de los fracasados. Para evitar ese destierro de mi mismo propongo que la culpa recaiga en el agua, en el baño o en la higiene y se acabó.