Ayer
(me parece que fue ayer) escribía, cuando, de capa caída, iba por el callejón de siempre que, en medio de la noche, suele llevarme a mi casa.
Hoy, después de una larga nuche a la luz de las velas, el día entró resplandeciente por mi diminuta ventana, despertándome entre las brumas de la noche que todavía se alojan a mi lado, entre las ennegrecidas sábanas de mi desesperanza.
Es de día: gritan los muchachos que presurosos arrastran sus mochilas repletas de libros y cuadernos. Es de día, según lo anuncia la desesperación de los automóviles que insisten en hacer sonar sus bocinas sin lograr lo que creo que esperan: avanzar.
Es de día, me digo y me dispongo también a avanzar… al menos alcanzar el baño para drenar el alcohol que mí habita.
Es de día, pero no logro despejar la bruma de mi cerebro.