“Espera mi señal”, dijo en la penumbra de la tarde y desapareció dando la vuelta a la esquina. Cuando reaccioné y pretendí decirle algo más. No sé muy bien qué. Preguntarle quizá por qué me había escogido a mí, que cara de detective, de espía, de investigador nunca he tenido; por qué yo, que en mi vida nada había pasado más que venirme prematuramente en los muslos de una bellísima pelirroja cuando tenía trece años; yo cuya más grande aventura fue robarme un disco y ser capturado de inmediato, sólo para pasar vergüenzas en el sótano de la tienda, para que me bajaran todo mi dinero y una chamarra de cuero infantilmente pequeña; yo, a quien la vida le sonreía sólo desde alguno que otro automóvil que pasaba fugaz, a unos 120 k/h; por qué yo, quería preguntarle. Pero fui tras de él y ya en la otra cuadra, frente al sol de una tarde que tardaba de caer en ese lado poniente de la ciudad, sólo un polvo urbano de carbón y gasolina, ese polvo que es tierra de lagos secos, eso polvo que es apenas el residuo de nuestra destrucción, el legado que nos dejaron años de próspero progreso urbano, de nuestras promesas de siempre. No vi nada más, y en la mente me resonaba ya no la incertidumbre sino una ciega exigencia: ahora me cumplen. A mí me prometieron que con sacrificio podría hecerme de un porvenir más o menos seguro, de una casita donde pudiera escuchar música y recibir mis lecturas. ¡Ahora me cumples! me había dicho Alicia, y más que a mí se lo decía a México, la ciudad con sus promesas escurridizas, escondidas, aterradas con las ocho columnas de los periódicos de la tarde; se lo decía al país, al mundo y el mundo me pasaba la cuenta de ese reclamo y tenía yo que cargar con esa voz punzante todas las tardes al regreso de mi chamba diaria, de mi trabajo de todos los días, de mi estar estando sin novedad alguna, hasta hoy, en esta tarde que sabe a sol caliente, a pastosidad, a la necesidad de un trago, de un ron seco que me regresara la vitalidad al cuerpo y que me permitiera enfrentarme al silencio de voces y esperanzas que aguardaban acechantes en un rincón de mi apartamento; hasta hoy en que, a media calle, en la penumbra de la tarde, en la acera norte de Reforma, se me dijo “Espera mi señal” y nada más. Después el vacío.