Una de vampiros
Hubo un tiempo, y fue de noche pero había fuego en el cuarto. Hubo un tiempo en que las historias se dejaban narrar y era un tiempo alegre.
Eran días de vallenato, de sorpresas acuáticas, de escándalos radiantes, y era también el malecón en sus atardeceres y con sus restos de nieve de limón a cinco el barquillo. Y vos dejándote querer por el montón de abejas noctámbulas.
¿Cómo olvidar los viñedos que se repartían la superficie del paisaje en geométrico orden, que en todo el valle, al caer la tarde, se hacían presentes con la resonancia embriagadora de sus amores con el viento? Cierto odio le guardo a aquél desvergonzado que también entre tus cabellos trazaba caprichosas figuras y cuya intención sólo podía adivinarse en lejanas nubes.
Hubo un tiempo, digo, y me escurro al decirlo por la nostalgia como un infante entre la nieve.
Miro a la distancia y la encuentro disminuida, diminuta, esencialmente ausente. Pienso luego, no sin cierto desgano lógico, que esa distancia es el suspiro que me retiene acá de este lado, con estas ciudades, estos pantalones, con los inmensos televisores, con el vigor de la ceguera y la esperanza muy bien apagadita.
Me digo que un suspiro en la boca se diluye como oblea. Así de fácil: que se ingiere como el jerez, que se mantiene eterno como ese atardecer del cual nunca fuimos testigos. Y me digo que la penumbra no es más que un estado de ánimo/ una diagonal/ un rinconcito del corazón. Y que siendo eso, la sombra de estos mis tiempos sin retorno se disiparían con sólo abrir una ventana, con sólo echar candela, con sólo recoger este tiradero. No sé.
No sé porque, sin embargo, los brazos permanecen a mis costados, abajo. Mi boca se mantiene abierta dando lugar al único resquicio para la luz: estos dientes malditos, colmillos sedientos, que me permiten seguir viviendo.