De vidas compartidas... y de espejos
No estaba consciente del monstruo que yacía dentro. No lo conocía. Lo ignoraba. Lo mantenía adormilado, escondido… perdido. ¡Qué maravilla el sentirse dichoso por haber logrado apaciguar los sentidos, humanizar a la bestia, lograr la resignación total ante el mundo! Que falso y que podrido sentirlo sin haber emprendido esa confrontación: esa madre de todas las guerras. La que hace vacilar hasta al más valiente. La que uno se hace a sí mismo. ¿Cómo apaciguar a la bestia si no se le ha conocido? ¿Cómo? Es difícil el camino hacia adentro. La introspección tortuosa. Pisar el pantano, embarrarse, desfigurarse en sí mismo. Descubrirse mierda y hacer el único válido juicio de valor: el que nos toca hacer a cada uno. Sin muletillas ni apoyo. Y sentirse derrotado, frustrado, asqueado… una porquería. Y tener el valor de no proyectar todo ese estiércol en otro, no desquitarse. Aguantar en medio del desierto propio. Traspasando esa temible ausencia de color, de sonido, de tacto. Reconocerse un neurótico inseguro, un personaje funesto, egoísta, en busca de una aprobación externa, un viajero espiritual sin bolas… un humano. Lo inquietante es que ello de vuelta sucede frente al otro. Sin el otro, tal vez no sucedería. Pero, entonces ¿sería válido el sentimiento? Somos seres sociales, por temporadas monógamos. Y si Bretón tenía razón, entonces sin una entrega total y completa, sin ese aventarse al abismo, no existe un encuentro con ese otro; la relación se vuelve estéril e inexistente. Si esa es la realidad, entonces la introspección frente a ese otro resulta válida. Porque hay entrega, porque se da el encuentro...
porque empieza a importar.