La escenografía de los relatos policíacos será necesariamente urbana. La ciudad es el espacio donde el delincuente se esconde, se sirve del camuflaje de la multitud, del disfraz del anonimato. Por eso la novela policiaca es, también, una crónica urbana, un pretexto para recorrer la ciudad, para abrirla, para exponerla. Si bien, con la primera revolución industrial los centros fabriles comienzan a convocar multitudes anónimas, quizá no es sino hasta medidos del siglo XIX que Londres, primus entre urbes, cuando la escenografía urbana se apodera del imaginario literario (ver divertida argumentación de cómo la literetura inventó la neblina londinense, de Oscar Wilde).
Esa ciudad moderna, con sus calles oscuras y sus numerosos escondrijos, se convierté en el lugar donde las clases medias y altas imaginan las operaciones de los criminales. Este lugar imaginari-real hace que los tres polos de la novela policiaca tomen vertiginosa velocidad de movimiento: la ciudad, el policía, el delincuente se toman de la mano en una narración de persecuaciones y descubrimientos. El lugar peligroso siempre atrae la atención del excluido: la novela policiaca es un modo de ingresar por la pequeña puerta de la ingenuidad a la realidad desconocida del criminal.