En este pueblo donde las moscas no vuelan.
Hay un lugar en este pueblo donde las moscas no vuelan. Está a la horilla del río, a las afueras del pueblo. Un poco más allá de la tienda que Sam atiende, das vuelta a la izquierda y caminas derecho. Es un poco más adelante de donde termina la calle y empieza una vereda chiquita, una vereda diminuta que insiste con esconderse a la desinteresada vista. Si caminas lo suficiente sobre ella, encontrarás un pequeño claro donde el río toca la orilla con exagerada suavidad.
Justo ahí, a la sombra de un gran árbol, me senté a descubrir que hay moscas que no vuelan, aunque, eso sí, caminan rápido para desplazarse de un lado a otro, que sólo, eventualmente, dan saltos para cambiar de plataforma.
Digamos, por ejemplo, que deciden tomar tu brazo como terreno de exploración. Seguro llegarían con pequeños saltos desde el tronco en el que te recargas para descansar del tremendo sol que invade, despiadado, las calles de este pueblo. Dando saltos, llegará la mosca a tu hombro y como no traes la camiseta morada que tanto me gusta y que tiene las mangas justo ahí donde tus senos pierden su característica gravidad y, dejando atrás su nombre, se convierten en extensa e intrincada llanura, simplemente no te darás cuenta de su presencia ni de cómo se ha desplazado hasta dar el último, descomunal salto a una blanda parte de tu brazo desnudo.
Ahí está, aferándose a la piel con demasiado ímpetu, haciendo que que la notes, que tengas esa sensación, a un tiempo extraña y espeluznante, esa sensación nada agradable de sentir seis patitas agarándose con fuerza de tu brazo.
No tienes compasión. Si nunca la tuviste conmigo, cómo esperar que la tengas con semejante bicho. Así que levantas tu mano izquierda e intentas espantar a la mosca que ha decidido detenerse en tu suave piel desierto; para ella no es más que un desierto, suave al tacto, extenuante, de abismal trayectoria. Alzas la mano y preparas un golpe excesivamente anuniciado.
La mosca no vuela, pero te ditraes imaginando la sensación siempre placentera de un dolor ardiente, acotado y restringido; recreas con antelación ese ardor sabroso de manazos bien puestos, latigueados, y te recuestas en el recuerdo de no sé qué amores. La mosca no vuela, salta apenas, no lo suficiente, y el golpe que te infliges, un poco por el placer de sentirte viva, deja una manchita escurrida en el blanco desierto de tu brazo.