"Está claro que tiene miedo", me dijo Winadoo. Mi contó, además, que no se dejaba engañar tan fácilmente por los dichos de aquel sujeto, dichos disfrazados de claras mentiras, tonalidad del silencio.
"El popurri no es comestible", fue lo que dijo él al parecer como despedida. Habló sólo una vez más para decir: "es sólo aromático". Como ves, continuó Winadoo, era un verdadero mentiroso.
Cada día que pasa se aleja él un poco más, pero en una perfecta correlación opuesta, ella se obsesiona más y más de ese güey.
"¿Qué pasó, qué diablos pasó?", seguía diciendo ella muchas horas, muchos días, muchos meses después. Para qué investigar, si todo está tan claro.
"Fue incontenible", diría él si le preguntaran, estoy seguro.
"Yo no lo hice de manera premeditada. No lo fue", dijo ella con un dejo de culpa. "Pero, ahora no lo tengo claro", insistiendo en su culpa, en una abierta estupidez, si me permiten decirlo.
Hubo los filósofos que se encerraban en las colinas a reflexionar, a tomar las cosas con calma, dejarse del agobio de las pláticas cotidianas. Buscarle respuestas, equilibrios, augurios a todo ese desmadre que es vivir. Por eso un poco es que Winadoo recuerda que él se sentaba junto a ella sólo para derretirla, sólo para luego irse al retiro, dejarla así, tensa y lejana, lánguida y preocupada, al mismo tiempo.
Hay hombres que se dejan estar, apuntar en las listas, rasurarse, mirarse, sorprenderse y soñarse. El suyo era uno de esos. Pero, luego, esos hombres terminan por irse al retiro, se van al encierro, que se iban sin despedirse, con los ojos parados. Y así fue, de repente así fue.
¿Cómo no hacerlo? ¿Cómo no entregarse, abrirse a la desesperación, al gusto de arrencarle los ojos y los brazos, la cara y el sexo, arrancarle el cuerpo a punta de espumosos golpes.