“Está claro que con el paso del tiempo uno, simplemente, se va haciendo viejo”, me dijo Roberto con el cigarrillo en la comisura de los labios, amenazando con caer a cada palabra pronunciada, como en un Western cualquiera de los sesenta. Estábamos, en aquel entonces, en un callejón de alguna ciudad pequeña de provincia, y libábamos felices de la vida, al menos yo que no me afanaba en reflexiones metafísicas de carácter histórico. Viendo pasar vientres planos y pronunciados, una que otra nalga respingona y muchos pechos aguerridos, haciendo honor a la definición de una juventud altiva, dejábamos que la noche consumiera el deseo en múltiples formas, y a Roberto le tocaba, ni duda cabe, la peor de las formas: una especie de desconsuelo, un abandono, una glorieta que circunda la figura ecuestre de la masculinidad.
Roberto, en ese momento súbitamente sabio, dedicado a descontar el contenido de su cerveza, había ya perdido toda la cordura restante y se entregaba abatido el desconcierto de una soledad arduamente trabajada. Recordé, entonces, un poema de Roque Dalton donde expone cómo, en un país de frío estrepitoso, y asumiendo la hipótesis radicalmente contraria a la que traía a Roberto abatido, se aprestaba a conquistar un cuerpo solidario con la causa de su soledad, cuerpo grande y robusto, y con pelambre rubio como frontera.
¡Qué daría ahora por un espíritu como el del Roque, permanentemente abatido y en su pequeñez, y aún potente en su pertinaz estar en el mundo! ¡Cómo le haca falta a uno ese animo de pequeñez que obliga al desenfado?