Si hiciéramos un recuento de la
novela detectivesca y su transformación en novela negra, debiéramos tomar en cuenta el contexto social en el que nace el relato policíaco. Asumir que no hay casual coincidencia entre la novela de detectives y el desarrollo de las grandes ciudades industriales que crecen con el impulso de la revolución industrial del siglo XIX.
En un tiempo que vive la transformación y complementación de los sistemas de identificación criminales. Visiones propiamente racistas (que identifica la “fealdad” –entiéndase diferencia— con la maldad espiritual) y sujetas a un código determinista de tipo calvinista, se complementan y modifican con un seguimiento individualizado que se ppractica primero con archivos fotográficos y después, siguiendo un conocimiento indio (más precisamente bengalí), archivos de huellas digitales.
La corrección de los males social es un tema de moda, al tiempo que las novelas de detectives enganchan lectores desde la candidez de la lógica de los acontecimientos, sin preguntar por causas sociales o económicas. Es también la época en que Jack el destripador se hace famoso. Fama que debe llamar la atención, más allá de los espectaculares, para encontrar respuestas sobre los códigos de esa particular cultura literaria-social.
Jack es el primer asesino en serie que se hace famoso, pero más que por el orden serial de sus asesinatos y, evidentemente, por no haber sido descubierto, se presenta en las marquesinas y las primeras planas del periodismo amarillista (que también se encontraba inaugurando su carroñera práctica) porque se sabía que era una persona educada. Ese asesino despiadado contaba con conocimientos médicos, es decir, era una persona que pertenecía a los estratos altos de la sociedad londinense: y los determinismo de la criminalística lo dejaban, automáticamente, fuera de toda culpa.