Querido editor,
Ante las muchas y groseras exigencias que de tu parte he recibido, te pido la anuencia para publicar de nuevo.
Me conoces desde que tengo uso de razón, esto es, desde el momento en que dejé de lado la costumbre de chupar las conexiones eléctricas, destapar refrescos de corcholata con los dientes o quizá desde el momento en el que por fin recordé no guardar la plancha que estaba todavía caliente en el clóset de la ropa limpia. Es decir, editor mío, que me conoces desde que escribo lo que más o menos ha constituido mi vida.
Primero, y creo que lo recuerdas bien, me publicabas en grandes cuadernos tamaño carta donde, entre líneas azuladas decidiste publicar mis garabatos. Luego vino esa muy prolífica edición de cartas de amor, enseñas de voluntad y testarudez. Me publicaste cartas dedicadas a las mujeres más queridas. De ellas
no conservo ninguna (ni mujeres, ni cartas).
Recuerdo, no obstante, que me aclamabas cierta disposición al convencimiento ajeno: “Te dejas vender muy bien”, me decías con el tono del publicista que siempre llevaste dentro. Te afanabas en promoverme a la fama, sin explicar muy bien la
ruta mientras yo me arrastraba como triste esperanza por las rutas del desencanto.
Pensándolo a la distancia, puedo decir que esa persistencia en textos fatídicos era resultado de tu gallarda prestancia. No puedo olvidar ese texto que entre líneas deslizabas: “La fama es la mejor publicidad para la gloria”. Y yo no dejaba de pensar en la cantaleta de morir joven para ser un cadáver bello. Estúpida gana desangelada: crea fama y te comerán los ojos.
Crea-tivo y te augurarán fama. Así, con el tiempo la cosa se pone problemática, porque ese escribir por placer se va transformando en una obligación técnica y, a veces, amorosa.
Mi querido editor, ahora acá me tienes balbuceando ediciones que tu me ayudas a poner en claro. Me agrada tu convencimiento de mi ser otro en el mundo, me gusta que me reconozcas, así distante y desidioso. Debo de agradecértelo y extender mis más caras disculpas por la inconsistencia.
Prometo, y ya bien sabes que esas promesas son echadas en saco roto, no desatenderte más.
Ahora, mucho tiempo después de haber regresado de mis continuos viajes me encuentro con este gusto dilatado: Silabario se hace presente.
No es mucho lo que tengo que decir, un simple epígrafe de desconcierto, lo cual no puede ser un mal inicio.
Gracias por todo.
Miguelo