Cuando faltan cronopios

Crónicas de ciertos amigos que llegué a conocer


lunes
  Los detectives

«Las condiciones mentales que pueden considerarse como analíticas son, en sí mismas, de difícil análisis. Las consideramos tan sólo por sus efectos. De ellas conocemos, entre otras cosas, que son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo que el hombre fuerte disfruta con su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que ponen en acción sus músculos, el analista goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de desentrañar. Consigue satisfacción hasta de las más triviales ocupaciones que ponen en juego su talento.»

Estas frases con las que comienza Los crímenes de la Rue Morgue son casi una declaración de principios. Las dice el narrador anónimo de las hazañas intelectuales de C. Auguste Dupin y van a marcar a generaciones de detectives, cuyo gusto por la deducción los conducirá a la fama.

Siendo Dupin el padre de todos los detectives, no es el que más fama ha alcanzado. Digamos, no obstante que las noticias que tenemos sobre su existencia son escasas. Sabemos que se trata de un joven caballero procedente de una familia ilustre venida a menos. Sabemos que esta caída social y económica le indujo a retirarse de la vida y a cultivar la mente como una forma digna de sobrellevar su desgracia. Lo encontramos por primera vez en una librería de la calle Montmartre, en París, y a partir de ese momento su personalidad, en lugar de abrirse, se vuelve más misteriosa. Habla poco y parece carecer de las emociones que atormentan o alegran la vida del resto de los humanos. Su gusto por la ciencia y por la deducción han hecho de él una máquina pensante que convierte toda la información recibida a través de los orificios de los ojos y de los oídos en un proceso analítico en el que ya no queda espacio para los sentimientos. Esa información, elaborada en el interior de un cerebro complejo y ordenado, es devuelta a través de otro orificio, el de la boca, con la misma precisión con la que un ordenador bien programado nos daría la resolución de un enigma. Tal vez ha sido por semejante postura ante la vida por lo que su figura ha despertado el interés no sólo de los escritores que después pretendieron imitarle, sino de filósofos ilustres.

Así, por ejemplo, Jacques Lacan, considerado como una de las máximas figuras en el campo del psicoanálisis moderno, ha dedicado a La carta robada un complejo estudio en el que identifica la figura de Dupin con la del psicoanalista.

Tampoco Sherlock Holmes pudo escapar a la atracción ejercida por este personaje misterioso y frío, cuando en una de las novelas en las que interviene lo saca a relucir, aunque sólo sea para criticarlo. De Sherlock Holmes, sin embargo, sabemos muchas más cosas. Ha tenido innumerables biógrafos y, si hiciésemos una encuesta, muchas personas sabrían decirnos algo de su vida, aunque desconocieran por completo la personalidad de su creador, Conan Doyle.

Vivía Sherlock Holmes con el doctor Watson en el 221 de Baker Street; había nacido el 6 de enero de 1854 y llegó a ser Caballero de la Legión de Honor. Con Holmes el detective se humaniza sin que por eso pierda un ápice del carácter analítico de que hacen gala estos investigadores. A lo largo de los relatos en los que aparece nos es posible ver algunos de los rasgos más característicos de su personalidad, como su manía por el orden, puestos de manifiesto en las escenas de la vida cotidiana a las que Conan Doyle nos permite asistir.

De los detectives citados, ninguno de ellos pertenece a la policía y ninguno de ellos toma sobre sí la responsabilidad de prestigiar esta institución. La relación de estos seres con la policía suele ser de competencia y desconfianza mutua.

En algunos casos, incluso, la policía oficial es sometida a duras críticas por su ineficacia, que contrasta con los grandes medios de que dispone para la represión del mal.
 
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