Las normales rurales en el centenario de la Revolución
por Tanalís Padilla
Apartir de los años 60 del siglo pasado, desde los círculos oficiales, las normales rurales han sido calificadas una y otra vez como centros radicales. Nidos de comunistas”, “kínderes bolcheviques”, “semilleros de guerrilleros”, son algunos de los epítetos con los que se ha forjado la leyenda negra en torno a estas instituciones. A partir de esta caracterización se han justificado continuos ataques a escuelas que en su inicios fueron el eje central de la política educativa revolucionaria. En este año, que con tanto fervor se pretende celebrar el centenario de la Revolución, haría bien recordar algunos de sus principios.
Las normales rurales provienen del proyecto cardenista, que en su seno contenía importantes reformas sociales. Para el campo, la principal fue el reparto agrario, pero muy vinculado a ella estaba el acceso a la educación, ya que presentaba una posibilidad de abandonar la eterna condición de pobreza del campesino. Más aún, hacer de la escuela un derecho y no un privilegio al que sólo tiene acceso el grupo adinerado, representó un marcado contraste con el régimen porfirista.
Los arquitectos de la educación rural enfatizaban el deber que tenían los maestros rurales de ser líderes en las comunidades. De allí debían promover valores cívicos y combatir el poder del hacendado y del clero. La política educativa oficial proponía un análisis de clase para entender la desigualdad. Desde este contexto, la injusticia no era un estado natural, ni la voluntad de Dios, sino resultado de la apropiación por unos cuantos de lo que debía de ser de todos. No sorprende que tanto los terratenientes como la Iglesia se hayan opuesto a la educación revolucionaria.
Desde esta lógica, la política educativa dio a alumnos y maestros herramientas para oponerse a la injusticia. No sólo su propia experiencia como hijos de campesinos hacía evidente la gran disparidad en la distribución de recursos, sino que llegar a una escuela y verse rodeados de compañeros que provenían de las mismas condiciones alentaba un proceso colectivo y una voluntad de oponerse a viejas –y nuevas– estructuras de explotación. De allí esa particular sensibilidad de los normalistas rurales hacia la injusticia.
Esta sensibilidad los ha llevado a lo largo de los años a participar en todo tipo de luchas sociales. Estudiantes y maestros de las normales rurales han sido indispensables defensores del patrimonio revolucionario. Asimismo, han participado en la defensa de sus propias escuelas, luchas sindicales independientes, invasiones de tierras y movilizaciones en contra del constante desmantelamiento de las conquistas sociales plasmadas en la Constitución de 1917. El que sus causas o métodos parezcan radicales es un indicio de la magnitud de la agresión que sufren. Como lo expresó en 1966 una proclama de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México, organización que agrupa a los alumnos de las normales rurales: “Siempre los oímos [a los gobernantes] hablando en defensa del ‘régimen de derecho’, de la legalidad de los procedimientos, y siempre condenan a los que reclaman y ejercen un derecho” (AGN-DFS 100-5-1-66, L17 H 290-291).
En 1969, una carta que protestaba por el cierre de 15 de las 29 normales rurales existentes entonces, declaraba ante la Secretaría de Educación Pública, “si ustedes mismos están siempre porque no haya analfabetas, que haya educación en México, ¡¿en qué forma?! si ahora quieren que desaparezca la única esperanza del campesino, que son las normales rurales” (SEP-Archivo, C-101; E-1341).
Mientras que los dramáticos casos del asalto al cuartel Madera donde participaron maestros de normales rurales, y la lucha guerrillera de Lucio Cabañas, egresado de la normal rural de Ayotzinapa, parecieran confirmar la reputación de estas instituciones como centros subversivos, la realidad es mucho más compleja. Como en otras instancias, la opción por las armas en estos casos se dio sólo después de una larga trayectoria de lucha pacífica en donde la respuesta gubernamental fue la mano dura.
La radicalidad de las normales rurales proviene del derecho que tienen los pobres a una educación gratuita. Si analizamos su proceso histórico vemos que no son ellas sino la política educativa oficial, la que se alejó de los ideales de la educación pública. Habría entonces más bien que preguntarse no sólo ¿por qué son radicales?, sino ¿qué significa esa radicalidad en el actual contexto mexicano?
Los orígenes de las normales rurales, su dinámica interna, los vínculos que se crearon con las comunidades agrarias, y sobre todo, las oportunidades que dan a jóvenes del campo, constituyen una agrupación de los valores más elementales que pretendieron dar forma al Estado revolucionario. No deja de ser una lamentable ironía el que en el centenario de la Revolución Mexicana esos ideales no tengan eco en la política oficial, y, por el contrario, que se les demonice desde la cúpula del sindicato de maestros.
El asalto a las normales rurales
por Luis Hernández Navarro
A Elba Esther Gordillo no le gusta el normalismo, mucho menos las normales rurales. Apenas el pasado 5 de agosto, al participar en el seminario La nueva sociedad: una nueva educación y una nueva política, volvió a la carga contra ellas. “Hemos planteado muchas veces a las autoridades –dijo– que si se cierran algunas de las normales rurales va haber mucho alboroto de los jóvenes. No se olviden que las normales rurales han sido semilleros de guerrilleros, pero si no hacemos esto van a seguir con lo mismo.”
No hay en la historia profesional de Doña Perpetua razones de fondo para identificarse con el normalismo. A diferencia de la mayoría de los maestros de educación primaria pública del país, ella no estudió para ser profesora en una escuela Normal. En 1960 asistió a los cursos del Instituto Federal de Capacitación del Magisterio, una institución creada por el presidente Manuel Ávila Camacho para regularizar a maestros que impartían clases sin capacitación previa y sin título. Comenzó a trabajar en Ciudad Nezahualcóyotl sin haber conseguido el título, pero “sus protectores –cuentan Arturo Cano y Alberto Aguirre– pusieron como condición que terminara sus estudios”.
Afirmar, como hace Elba Esther, que “las normales rurales han sido semilleros de guerrilleros”, es una barbaridad sin fundamento. De la misma manera en la que de las filas de esas escuelas han salido disidentes políticos y sociales, también han egresado maestros que se han convertido en importantes políticos priístas, caciques, líderes sindicales charros (Carlos Jonguitud es egresado de la Normal Rural de Ozuluama) y funcionarios del sector educativo. La lista es muy larga. Cito, tan sólo, dos ejemplos: Enrique Olivares Santana y Liberato Montenegro.
Enrique Olivares Santana fue una figura clave de la política mexicana. Su biografía es emblemática de la trayectoria pública de la vieja guardia priísta. Nacido en 1920, masón, fue líder sindical y dirigente campesino, llegó a ser secretario de Gobernación entre 1979 y 1982, gobernador de Aguascalientes, presidente del Senado, secretario general del PRI, diputado local y federal y el primer embajador de México en el Vaticano. Estudió en la Normal Rural de San Marcos, Zacatecas.
Liberato Montenegro es un emblema del sindicalismo charro. Es el prototipo del cacique gremial. Aunque nació en Jalisco en 1938 es el hombre fuerte del magisterio nayarita, Diputado y senador tricolor, su imperio abarca de la más modesta escuela a parte de la clase política estatal. Él decide el destino de los maestros en su entidad. En los últimos 23 años ha impuesto al menos a 54 alcaldes electos y a 35 diputados locales, todos miembros del SNTE. Era casi un niño cuando ingresó al internado de la Escuela Normal Rural de Xalisco, en territorio nayarita, de donde fue dirigente de la Sociedad de Alumnos Emiliano Zapata. Se convirtió en presidente de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM).
Roberto Meza, antiguo dirigente de la disidencia magisterial de Hidalgo, ha explicado el proceso mediante el cual algunos normalistas rurales se vuelven dirigentes charros. “Los caciques –dice el maestro– por inercia social, mandaron a sus hijos a las normales rurales, donde estudiaban los hijos de quienes los cuestionaban en el campo. De allí salieron dirigentes sindicales con nexos familiares con los caciques. Otros como Manuel Sánchez Vite (ex dirigente del SNTE) y Onofre Hernández fueron más allá. Entraron de lleno a la estructura sindical y se convirtieron en caciques burocráticos.”
Las declaraciones de la maestra contra las normales rurales no son novedosas. Forman parte de una leyenda negra alimentada desde el poder desde que, en julio de 1940, una veintena de ellas se fue a la huelga exigiendo mejor alimentación, reconstrucción de sus edificios escolares y dotación de material de estudios. A partir de ese momento comenzaron a recibir acusaciones de ser “semilleros de comunistas”. En 1950 el gobierno de Miguel Alemán anunció el cierre de algunos planteles y la reducción de los años de estudio, argumentando que las escuelas se habían convertido en “viveros de líderes” y que muchos estudiantes se cambiaban a la UNAM para seguir sus estudios. La respuesta de los jóvenes frenó a la medida.
Sin embargo, es cierto que estas instituciones educativas han sido una incubadora de organizadores sociales. José Santos Valdés, uno de los grandes héroes pedagógicos del país –ahora casi olvidado y ninguneado–, decía que los maestros rurales debían ser líderes de su comunidad. Así ha sido. De sus aulas han salido dirigentes populares comprometidos con la transformación social. La lista es muy grande: Lucio Cabañas; los profesores Rafael Martínez Valdivia y Miguel Quiñones Pedroza (fallecidos en el ataque al cuartel Madera el 23 de septiembre de 1965); Misael Núñez Acosta (asesinado en 1981 por pistoleros a sueldo del SNTE); también organizadores campesinos como Ramón Danzós Palomino, Álvaro López, Emilio García y Vicente Estrada.
Pero considerar ese compromiso como muestra de que las escuelas son “semilleros de guerrilleros” es un despropósito destinado a justificar la represión contra los muchachos y cerrar las instalaciones escolares críticas con Gordillo. Los egresados de esos centros educativos tienen una indudable vocación de enseñanza. Miles de maestros salidos de ellas dan clase en condiciones muy difíciles.
Entrevistado por la revista Contralínea, el Comité Central de la FECSM rechazó denuncias parecidas. “Son semilleros de buenas personas: críticas, analíticas y reflexivas –respondió–. Estas escuelas abren la mente de la gente, le muestra la injusticia que hay. La misión de los profesores rurales es enseñar a la gente cuáles son sus derechos.”
La acusación de Gordillo contra las normales rurales es parte del asalto contra ellas en marcha. Un asalto que busca desaparecer una de las experiencias pedagógicas más interesantes y ricas que se han vivido en el país.